*Cuando la violencia política entre mujeres también tiene nombre de patriarcado
Sin duda alguna la violencia política de género es un desafío persistente en México y Oaxaca, pero también es muy importante hablar de la violencia que hay entre mujeres, un tema que casi nunca se toca pero que existe y al que no podemos cerrar los ojos, porque hay casos documentados.
Claro que hay un desproporcionado aumento de agresiones como la violencia político-criminal que sigue afectando de forma desproporcionada a las mujeres, con un incremento sostenido de agresiones, especialmente contra diputadas, alcaldesas y funcionarias locales.
Es importante destacar que la violencia de género, que se ejerce por motivos de género, sigue siendo un problema grave en México y la mayoría de las estadísticas públicas se centran en los hombres como perpetradores.
Sin embargo, es necesario abordar y visibilizar también la violencia entre mujeres, para poder combatirla de manera efectiva.
En el ámbito social, la violencia puede ser ejercida por mujeres que han internalizado roles de género y estereotipos machistas que las llevan a perpetuar la violencia física y política de género contra otras mujeres.
Esta es una columna distinta a las muchas que he escrito, porque este 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, solemos mirar la violencia en su forma más evidente: los feminicidios, las agresiones directas, el acoso callejero, las brechas económicas, que por supuesto, siguen un gran desafío en México.
Pero existe otra violencia, más sutil, más incómoda de reconocer, que opera también en la arena pública: la violencia política entre mujeres.
La incomodidad surge porque, culturalmente, nos cuesta aceptar que una mujer pueda ejercer violencia contra otra. Nos enseñaron a romantizar la idea de “solidaridad automática entre mujeres”, como si la sororidad fuera un instinto biológico y no una decisión ética y política.
Pero lo verdaderamente duro de mirar es que, en muchos casos, cuando una mujer agrede a otra, no es ella la que está en el centro de la ecuación, sino el orden patriarcal que la instrumentaliza.
El caso reciente de la diputada Diana Karina Barreras lo deja claro. La sentencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) en el conflicto con Karla Estrella, presentada como “ama de casa” y colaboradora en la campaña de su oponente, el boxeador Jorge “Travieso” Arce, revela más de lo que dice a simple vista.

La resolución exige a Estrella publicar una disculpa durante 30 días —según el texto exacto del Tribunal, “una disculpa pública, de manera continua, por un periodo de treinta días”.
Sin embargo, la sentencia no obliga a la denunciante a responder con la misma proporcionalidad, ni contempla el rol de quienes están detrás, moviendo los hilos de la confrontación.



Así, en la superficie pareció un pleito entre mujeres. Pero en el fondo, la estructura es la misma de siempre: un hombre con poder político usando a una colaboradora para golpear a su adversaria mujer y disfruta de la idea maquiavélica.
Ese es el mecanismo patriarcal de siempre: poner a las mujeres a enfrentarse mientras los hombres permanecen en las sombras, intactos, libres de costos políticos. Y lo peor es que, al institucionalizarse esa interpretación, la propia autoridad electoral lo reproduce: sanciona a la mujer visible, pero deja fuera al poder real que organizó y se benefició del ataque.
Este tipo de sentencias envía un mensaje peligroso: que la violencia política entre mujeres es un asunto “entre ellas”, cuando en realidad es otra forma más —más astuta, más limpia, más instrumental— de ejercer control desde estructuras masculinas de poder.
Y si el 25N significa algo, es justamente ir a las causas, no quedarnos en la superficie.
El patriarcado no solo golpea: también manipula.
No solo agrede: también opera estratégicamente.
No solo controla los cuerpos: también controla los relatos.
Hablar de violencia política es hablar de quién pone la cara y quién mueve las piezas. Es hablar de cómo las mujeres siguen siendo usadas como vehículos de agresión sin que la institucionalidad alcance a ver —o quiera ver— al verdadero beneficiario.
Hoy, en este 25N, necesitamos recordar que la violencia de género no siempre tiene la forma explícita de un golpe o una amenaza. A veces se maquilla de disputa electoral, de diferencias legales o de lenguaje técnico en las sentencias.
Pero la estructura es la misma: un orden que preserva la comodidad del poder masculino a costa de enfrentar entre sí a las mujeres que participan en lo público.
La eliminación de la violencia contra las mujeres pasa por mirar estas formas ocultas, sofisticadas, normalizadas.
Y pasa, sobre todo, por no permitir que el patriarcado, desde su vieja astucia, nos siga utilizando para lastimarnos entre nosotras.
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