El tramo ferroviario de Nizanda y Chívela se ha convertido en el epicentro de un dolor que el tiempo difícilmente podrá borrar. Entre las trece vidas arrebatadas por el descarrilamiento del Tren Interoceánico, destacan dos nombres que han roto el alma de la región: Elena Solorza Cruz y Camila, las dos pequeñas que no lograron llegar a su destino.
Elena y Camila subieron al tren en Ciudad Ixtepec con la ilusión de un viaje decembrino. Sus padres relatan que las pequeñas esperaban con ansias llegar a Coatzacoalcos para celebrar el fin de año en familia.
Sin embargo, en el kilómetro 230, lo que debía ser una experiencia mágica se transformó en escombros. Las dos menores no verán el inicio del 2026; sus vidas se detuvieron en ese “gigante de hierro” que hoy es símbolo de luto nacional.
Sobrevivir al impacto para enfrentar la negligencia
Para quienes lograron salir de los vagones siniestrados, el calvario no terminó en el barranco. Sobrevivientes del accidente, como Kath Vásquez, han denunciado públicamente un trato “inhumano” y negligencia médica en los centros de salud a los que fueron trasladados tras caer de una altura de 80 metros.
Kath Vásquez, quien viajaba en el vagón que se precipitó al vacío, relató que a pesar de que su rodilla “tronó” en el impacto y perdió la movilidad de su pierna, el personal médico le negó el acceso a sus propios rayos X y se negó a entregarle sus placas.
La sobreviviente asegura que fue dada de alta “así sin más”, sin diagnóstico oficial, sin hoja de egreso y con una receta para el dolor de medicamentos que el hospital ni siquiera tenía en existencia.
La indignación crece entre los heridos, quienes denuncian que se les expulsó de las instalaciones médicas bajo el argumento de que “debían desocupar camillas para casos de gravedad”, dejándolos a su suerte con dolores intensos en cuello, brazos y cabeza.
“Es injusto que quieran lavarse las manos tras un accidente de tal magnitud”, señaló Vásquez, cuestionando la validez del seguro de viajero que se otorga al adquirir el boleto.
Mientras las familias de Elena y Camila enfrentan el entierro de sus hijas con el corazón destrozado, los sobrevivientes temen que la negligencia institucional les deje secuelas permanentes, exigiendo que el Estado asuma su responsabilidad tanto en la tragedia como en la recuperación de los heridos.












